Ya no nos venden teléfonos, ahora nos venden cámaras de fotos del tamaño de un azulejo, y hemos pasado de revelar las fotos en una tienda a compartirlas de forma inmediata en redes sociales. Y el culpable ha sido lo que antes era llamado teléfono móvil. El mercado de los móviles se ha orientado tanto a la fotografía que ya no venden teléfonos, ahora parece que nos vendan cámaras de fotos.
Todo esto me ha recordado este texto de Joan Fontcuberta llamado “El infinito de las imágenes” y que leí hace poco:
De las imágenes artesanales hemos pasado a las imágenes automatizadas. El resultado es que tal inflación, más que facilitar la hipervisibilidad, parece sumirnos en la ceguera. Pero ¿estamos realmente saturados de imágenes?¿Hay demasiadas? ¿Resulta pernicioso ese exceso? El tránsito del homo sapiens al homo photographicus ha relegado la fotografía como escritura y la ha encumbrado como lenguaje. Hoy para hablar nos valemos –también– de las imágenes, y lo hacemos con la naturalidad del hábito adquirido sin darnos cuenta. El homo photographicus tiene condición de prosumer: productor y consumidor a la vez. Hay muchas imágenes porque su producción ya no es prerrogativa de operarios especializados sino dominio común. Hablamos con imágenes de forma espontánea, tal como hablamos con palabras. ¿Nos planteamos como problema la abundancia de palabras? La comparación es tramposa, pero pedagógica. La riqueza lexicográfica, por ejemplo, puede ser muy extensa, pero se ciñe a los límites del diccionario. En cambio, cada imagen es una invención (salvo formas codificadas como los emoticonos) y por tanto su repertorio es infinito.